De niño, ir a la casa de cualquiera de mis amigos para ver un partido de las Chivas siempre me deprimía, porque allí, todo era seriedad… ¡Nadie festejaba el gol! A ellos les gustaba ver el partido de una manera muy callada, casi ordenada. Eran cuidadosos, modositos y muy delicaditos. Esa no era mi perspectiva de ver un partido. Nadie se ponía la playera, nadie sacaba una bandera, nadie ponía una grabación en su estéreo para oír el himno de las Chivas, nadie veía el previo del partido. El papá de ellos, era siempre un tipo serio. Era lo más cercano a estar en un velorio. Tanto silencio me ponía mal.
La primera vez que la familia de mi amigo Omar me invitó a ver un partido en su casa. Recuerdo que en la sala no había botana, la televisión se encendía casi cuando el árbitro estaba por pitar el inicio. Era perderse toda la odisea de las alineaciones, de las estadísticas y de los comentarios previos. Nadie aparecía con una trompeta de juguete, como lo hacía mi hermanito en casa.
Mi amigo y yo estábamos sentados en la sala esperando a que su señor padre diera la autorización para encender la televisión, ¡Vaya suerte la mía que no era de bulbos! Las Chivas del ‘97 ya estaban en la cancha y yo, ni siquiera veía como salían, me perdí de esa explosión de júbilo y de aplausos que únicamente causa el Guadalajara al salir al campo.
– ¿Cuánto respeto merece un padre con ideas machistas?, ¿Esta familia será igual de aburrida en los estadios?, me preguntaba en la mente.
En cambio, ver los partidos con mi familia sí era divertido y más cuando eran los clásicos. A mi papá le encantaba que yo sacara esa bandera por la ventana, -era una gran bandera con el escudo de Chivas que él me había comprado-, esto para anunciarle a los vecinos que estaba jugando Papá Chivas. El único silencio que se hacía en casa, era cuando los comentaristas daban la alineación del equipo Rojiblanco. Mi familia y yo, hacíamos una mini barra. La casa parecía un mini estadio. Durante el juego, estaba prohibido cruzarse frente al televisor o responder el teléfono de casa, para eso nos preveniamos y lo desconectábamos antes. Y lo mejor de todo, era que en cuanto empezaba el partido, mi Padre cambiaba el nombre a varios jugadores: “imbécil”, “cabrón”, etc.
– ¡Chingada madre, tírale cabrón!, le gritaba mi padre al televisor.
– No te enojes, ellos no pueden escucharte, le respondía mi madre con su tierna voz.
– Yo se la hubiera pasado al otro o le hubiera tirado a la portería de ese imbécil, contestaba él.
En ese tiempo, mi mamá detestaba que mi padre hiciera corajes por algunas jugadas, también que dijera groserías. Actualmente él es más relajado, sólo mueve la cabeza en negación, yo con ese movimiento, puedo deducir lo que él piensa, y como mi mente es tan folclórica, puedo asegurarles que hasta con una sonrisa, le mienta su bomba madre a todos los americanistas.
No se imaginan cuánto disfrutaba esos partidos, más que por el evento mismo, disfrutaba estar con el hombre que me heredó este hermoso sentimiento y esta bendita pasión. Todo era felicidad y paz, hasta que le escuchábamos a mi papá decir:
– ¡Chingada madre! Eso no es penal ni aquí, ni en china…
– “Ese puto árbitro es un vendido”, argumentaba yo.
Mi padre sonreía, mientras mi madre me echaba sus ojos de ‘cuchillo’. Valientemente se aguantaba las ganas de aventarme lo que tuviera en sus manos; es increíble la cantidad de groserías que nos pueden llegar a escuchar las madres, por lo emocionante de un partido.
Papá- ¡Gol hijos de su reChanfle madre!
Todo se volvía un caos, menos mi madre. Ella sólo nos veía con serenidad como festejábamos y nos abrazábamos.
En el medio tiempo, gentilmente mi madre rellenaba la botana. Yo rellenaba el vaso de cerveza de mi padre, mientras él, tiraba la procesada por el sanitario.
Mamá- ¿Para qué tomas si toda la vas a ir tirar en un ratito?
Papá- Porque me ayuda a controlar mis nervios, y que bueno que me recordaste. Víctor, vete a la tienda por un refresco y más caguamas.
Yo salía disparado para que no me ganaran los cortes comerciales. Recuerdo que hasta contaba el tiempo justo, para no rebasar los quince minutos.
Mamá- Ya no compres más cervezas, ¿con esas no te bastan?
Papá- Pero si ganamos, ¿con qué festejo?
Los tonos de voz entre mis padres, iban de más a más…
Ya se imaginarán cómo se ponían las cosas en los triunfos, ¿verdad?
Mi madre se metía a dormir. Yo me quedaba en la sala charlando con mi Padre. Hablando de Chivas, del Rebaño, del Guadalajara y del Equipo Rojiblanco, ¡ah! También del Campeonísimo.
Después de toda la fiesta Rojiblanca en casa, yo escombraba y me iba feliz a dormir…
Esos momentos son los que atesoraré con toda el alma, porque a los únicos señores que yo recuerdo haberles agradecido personalmente mi pasión por Chivas, es al ‘Tigre’ Sepúlveda y a mi gran Padre.
Esta tarde, será como muchas de aquellos años…
¡Hoy gana Chivas!