Dicen que a los malos para patear nos mandaban a la portería, a veces así pasaba, nos escogían al último o no nos escogían y con tal de ser uno dentro del partido aceptábamos ir a defender la improvisada portería hecha con dos piedras. El coraje me hizo sobrevivir de manera inconsciente, ahora debía arruinarle el partido a quienes hacían más complicadas mis tardes futboleras, a aquellos que a mi entender infantil no querían que fuera parte de ellas y tenía ante mi la forma más simple de hacerlo: impedir sus goles.
Fue así que decidido comencé a encontrarle gusto al puesto, me di cuenta que era distinto a los demás situación que me ayudó a formar mi actitud y personalidad.
No hacía frío el sol pegaba a plomo y yo cargaba mis guantes de lana que me regaló mi mamá en navidad, porque los porteros tienen guantes, y no sabía en que momento se pudiera formar la cascarita; por si las dudas yo ya estaba preparado (ahora me doy cuenta que la precaución era una peculiaridad de guardameta que tenía desde entonces). Raspones y pantalones rotos de las rodillas se volvieron cotidianos en mi vida.
Era evidente que mi gusto por el futbol crecía, en casa lo notaron, así que un buen día mi papá me preguntó si me gustaría ir al estadio, no recuerdo que respondí solamente que comencé a brincar de emoción.
Ahí estaba ante la inmensidad del estadio y de la experiencia, planta alta, en el centro, los mejores lugares dijo mi pa’. — ¿Podemos cambiarnos para allá? — y señalé hacia un costado, mi papá contestó — ¡Claro! así que quieres ver los goles más cerca — no dije nada y nos movimos.
Vaya que era un niño raro, nunca me alegré porque me regalaran un balón, vaya que lo recibí más de una vez. Hasta que al ver mi molestia les hice saber lo que sentía por los balones, eran mis enemigos, los intrusos que había que evitar a toda costa. Mi sonrisa y felicidad la recuerdo cuando después de mucha insistencia mi regalo se convirtió en guantes, claro ya no de lana sino de portero.
Ya no me faltaba nada, mi vida giraba en esperar el fin de semana para ir a verte y para defender mi portería en mi equipo, al fin conocí una de verdad y no hecha con dos piedras. Cada 15 días estaba detrás viéndote de un color diferente al resto, como defendías y tratando de aprender tus lances y algo de técnica para después emularlas.
Tenía mucho tiempo deseando sentir lo que es ser campeón y lo pude sentir gracias a ti, mi mejor recuerdo es verte con el trofeo, pocos son conscientes que no solo se gana haciendo goles sino también impidiéndolos.
Tu foto firmada, no tengo dudas, seguro me acompañará el resto de mis días.
El día que te fuiste lloré, lloré de impotencia, de no tener una explicación, de no entender por qué tenía que pasarme esto a mi, siempre una Chiva fue más fuerte que el rey de la selva aún en manada. Creí que crecería y siempre estarías acompañándonos desde tu puesto, el del número uno, aunque en tu espalda hayas tenido otro.