Somos cientos en cada barrio o colonia, nos cuentan por decenas de miles en cada delegación y sumamos más de un millón y medio en toda la Ciudad de México, sin contar el área conurbada. “Soy de Chivas, soy del Guadalajara”, decimos ante la simpatía, el enojo o la incredulidad de quienes piensan, con ingenuidad o con una lógica demasiado estrecha, que por ser defeños deberíamos apoyar a algún equipo local.
Somos una identidad a la que habitualmente se ignora, una ciudad que late y crece dentro de otra ciudad, una afición incómoda y difícil de clasificar. El gobierno local, en un intento fallido de pluralidad e identidad, encargó la realización de una serie de spots en los que un grupo de actores, ataviados “como chilangos” y que utilizan como fondo a distintos monumentos y paisajes significativos de la Ciudad de México, dicen frases como: “yo soy Carlos Fuentes”, “yo soy lucha libre”, “yo soy el Ángel de la Independencia”. Y en esos parlamentos, bien estudiados por algún publicista, se incluyen a los tres equipos de futbol que actualmente juegan aquí como “locales”. A nosotros nos ignoraron, a pesar de ser entre el 20 y 25% de la afición capitalina, según la encuesta que se consulte. Pero no nos importa.
Somos orgullosos, somos rojiblancos, somos chilangos; presumimos de ser los únicos que podrían pelearle la localía de Chivas a la afición tapatía. Nos pueden observar todos los días: chilanguitos de todas las clases, tamaños, pesos, edades y géneros (y de todas las orientaciones y preferencias sexuales) con nuestras distintivas playeras rojiblancas, esas que hace un par de décadas “eran sólo para albañiles”. Algunos decoramos con nuestros colores y símbolos a nuestros taxis, nuestros locales comerciales, nuestros libros y útiles escolares, o nuestros diablitos para transportar mercancías; otros personalizamos nuestras habitaciones, las azoteas de nuestros hogares o, simplemente, al tinaco del agua. Los que seguimos el “pulso de la modernidad” tenemos sobre el escritorio una taza con nuestro escudo, o entramos a una “importante junta de trabajo” con calcetines o calzoncillos a rayas.
Somos los que salen en los noticiarios, tres, cuatro o más veces al año, preparando un comité de bienvenida para el Chiverío en el aeropuerto, en el hotel de concentración o en la entrada del estadio de la Nochebuena, de Coapa o de Copilco. Cuando la oportunidad lo permite, ahí estaremos también, a bordo de autobuses con banderas rojo y blanco, viajando a Puebla, Toluca, Querétaro o Pachuca. Seguimos maldiciendo el día en que el Necaxa, el Zacatepec, el Atlante y el Oaxtepec… ¿Descendieron? ¿Desaparecieron? ¿Cambiaron de ciudad? Da igual: cuando nos quitaron la oportunidad de ver de cerca al Guadalajara. Y aclaramos: no, no desplegamos una especie de beatlemanía futbolera; más bien, hemos concluido a través de profundas reflexiones filosóficas que sí, que más bien los de Liverpool eran recibidos en Estados Unidos como en una especie de chivamanía chilanga rocanrolera.
Somos los que hemos sostenido una complicidad con el Rebaño Sagrado desde hace décadas, complicidad que se afianzó cuando Chivas daba la cara por el futbol mexicano a finales de los años cincuenta o principios de los sesenta del siglo pasado, en los legendarios cuadrangulares, pentagonales y hexagonales internacionales que se celebraban en esta México-Tenochtitlán.
Somos los que hacemos caso omiso del discurso centralista, clasista y globalifílico que nos cuestiona, que no entiende nuestra razón para apoyar a ese equipo de “mecánicos y provincianos” (como nos llamó cierto intelectualillo de muy, muy baja monta, uno de tantos que fue convenientemente maiceado a principio de los noventa), que no asimila por qué no compartimos el narcisismo de muchos habitantes de ésta, la megalópolis de la América del Norte, el otrora Distrito Federal.
Somos el mal necesario para las directivas de los clubes locales. Somos los que garantizamos las mejores entradas a sus estadios, aunque nos quieran negar los boletos. Somos los que, con nuestra sola presencia, abofeteamos su orgullo pretencioso de ser las escuadras más famosas, adineradas, exitosas o representativas, porque, sí, aquí estamos todos los días viviendo como rojiblancos para demostrarles que el arraigo no depende de tu lugar de residencia, sino del respeto a un principio, a una idea y, sobre todo, al futbol.
Somos Chivas, somos chilangos, y aquí estamos de nuevo, a la vista de la nación y del mundo, sin importar que nos ignoren o nos menosprecien. Aquí estamos para defender esa frase que suena como si hubiera nacido en esta Ciudad de México, y que es nuestro grito de batalla habitual: “Soy Chiva, ¿y qué?”.