Mi padre me hubiera perdonado ser puta, pero nunca irle a otro equipo

Por Mago Rodríguez

¡Pinches Chivas, váyanse a la chingada! fue lo que grité para mis adentros al finalizar el partido Guadalajara vs Querétaro el martes ocho de septiembre del año 2020. Mi padre y yo lo escuchamos compartiendo audífonos. En el minuto 32 su rostro se iluminó con una sonrisa torcida. Las malas noticias, que ensombrecieron nuestros días previos, recibieron un brillito de felicidad con la anotación de Macías. Hugo Silveira jugador del Querétaro, en el minuto 70 empató el encuentro. Mi padre, hombre siempre de mucha fe, no perdió la esperanza, sabía que eso no terminaba hasta que el árbitro pitara el final. En el minuto 92, un penalti nos fortalecía el anheló. Pero José Juan Macías, ese que nos regaló unos minutos de ilusión, ahora fallaba el penal y nos instalaba en la realidad. Ésa donde un accidente cardiovascular tenía a mí padre postrado en una cama de hospital, semiparalizado y con un pronóstico delicado. El clásico Chivas vs América, lo pasé entre documentos y la elección del ataúd de cedro estilo italiano, en el que velamos a papá. Sólo pregunté sin deseos de indagar más:

—¿Cómo quedaron?
—Perdieron 1-0, respondió mi hermano.

La decepción y la pena se mudaron a mi corazón. Ese día renuncié a seguir el fútbol mexicano, me quedé doblemente huérfana, no era opción cambiar de equipo, mi padre me hubiera perdonado ser puta, pero nunca formar parte de otra afición que no fueran las Chivas. Fueron los pensamientos en mi cabeza, mientras veía por la ventana del Macroperiferico el Walmart arder, las llamas ya habían sido controladas, el icónico letrero se deformo junto con la fachada. En ese momento se creía que había sido algo fortuito, un corto que inició en el área de colchones. Pero otro incendio unos días después en otro supermercado, hizo que la idea de un pirómano anticapitalista fuera parte de las conversaciones coloquiales. “Estación Judicial, próxima parada estadio Chivas”, se escucha en el parlante del Macro. Mi acompañante y yo, nos aproximamos a las puertas de salida, mientras la gente sigue comentando la noticia.

“Ya no te voy a llevar al estadio, me sales muy cara”, fue la frase con la que mi progenitor me desterró del mítico Estadio Jalisco, anterior casa de la afición Chiva. El castigo fue impuesto por haber cometido el pecado capital de “la gula”. A mis tiernos siete años me la pasé solicitando y comiendo cada una de las botanas que los hombres de canasta o cubetas cruzaban por mí vista. Cual portero que ataja los tiros a gol, yo localizaba con mi aguda visión cualquier vendedor a varias bancas a la redonda, y con la vocalización más estruendosa que podrían generar mis cuerdas vocales al paso del viento, clamaba “¡Señor acá, quiero!” era el grito que acompañaba la agitación de mis brazos. Y así fue como los cacahuetes con cascarita, duritos, papas, refresco y sandwich, formaron parte de mi bufete de estadio, todo acompañado de una fanta de lata. Creyendo, mi inocente padre, que su menudita hija de no más de un metro de estatura estaría llena de tanta guzguera, salimos del estadio. Para toparnos con los deliciosos aromas de la carne asada, lonches de pierna, tortas ahogadas y taquitos variados. “¿Vamos a comer?” Fue la pregunta que me valió la tarjeta roja y fui expulsada de por vida, no sin antes comprarme mi lonche de pierna que compartiría con mi hermano. Nunca volví a ir al estadio junto a mí padre, tal vez si hubiera existido el VAR en aquellos años, habría solicitado una revisión de gastos con calculadora.

Para llegar al recinto futbolero hay que bajar escalones, que terminan en un camino bicolor de concreto rojo cenizo y gris. Entre más me acerco, la nostalgia se apodera de mis pensamientos. Tres campeonatos que me tocaron festejar en la emblemática Minerva. La cara de felicidad de papá. El partido Clausura 2017 contra los Tigres, que vimos desde casa en el canal Chivas, servicio de streaming que le pagué para que pudiera disfrutarlo, por no lograr conseguir boletos para ir al nuevo estadio. La vez que mi hermano lo llevó a conocer el Estadio Chivas. Regresó como niño relatando su paseo al parque de diversiones más espectacular, a contarnos lo maravilloso, moderno, grande, cómodo que está y nos describió lo que vio en el museo. Yo, cuatro años después, caminó el sendero que me lleva a conocer por primera vez el Estadio Chivas, a cada paso sacó una evocación de ese baúl negro de un rincón de mi mente, donde guardo los recuerdos mezclados de dolor y nostalgia.

El aroma de carne asándose al carbón, invadió mi sistema olfativo, con los ojos busqué el lugar de dónde emanaba tan exquisito aroma. Una familia de aficionados, todos con su playera rojiblanca, un señor atizando un asador para que los pedazos de bistecs chillaran al calor de las brasas. La imagen llenó de una alegría amarga mi estómago, carnita sí, a la venta no. Cruzamos la mitad del área de estacionamiento, olfateaba y me saboreaba el convite ajeno. Nos encontrábamos frente al recinto pambolero y las dudas me asaltaron: ¿A dónde fueron: las tortas, lonches y taquitos? ¿Quién en su sano amor por la camiseta, puede disfrutar de una contienda futbolera sin su dotación de carbohidratos? ¿Cómo pretenden que beba alcohol, sin botana de por medio? Mis cavilaciones fueron sosegadas, de lado derecho de la entrada, un andador de food truck se concentraban las vendimias gourmet del lugar: desangeladas tortas de birria, simples rebanadas de pizza, hamburguesas con sus respectivas papas, donas de colores chillantes, chicharrón de piel de cerdo en porciones mínimas, simples chamorros y choripanes estilo argentino aspiracional. Todo se preparaba con altos estándares de limpieza y sólo se acepta pago con tarjeta. Recordé la vez que papá llegó del estadio como plástico burbuja para embalaje por una intoxicación alimentaria, los culpables: un vasito de cueritos encurtidos. Recorriendo el andén me quedó claro que yo no sería protagonista de una intoxicación está vez. Nos decidimos por el chorizo asado dentro de dos panes con salsa de chimichurri, cien pesitos y sabor higiénicamente aceptable.

La fiesta inicia en el estacionamiento: comida, bebida y música. Grupos de chiva hermanos se reúnen para ir entrando en calor, platicando de victorias pasadas, brindando por los futuros triunfos y compartiendo botana. Después de un par de tequilas, admirar una playera roja de los charros y hablar de esas Chivas que daban campeonatos, nos encaminamos al ingreso con la intención de conocer el museo del rebaño sagrado. En el primer filtro revisan tú prerregistro: datos personales y foto que conforman el QR que traduce el dispositivo infrarrojo. Enseguida cruzamos otra aduana donde vacías en totalidad tus bolsillos en charolas, para cruzar por el arco de seguridad y estás dentro. Todo esto para evitar guerras campales entre aficionados, que aprovechan un marcador adverso para sacar la frustración mal encaminada en violencia. Después de este proceso, sólo queda tiempo para entrar al baño a vaciar la vejiga que llenarás con ese líquido fermentado de cebada. ¡Estamos listos!

La cancha se ve más cercana, cuenta con butacas desplegables color rojo, mucho más cómodas que la barra de concreto del estadio Jalisco. Los vendedores de botana circulan uniformados con sus contenedores de plástico transparente; papas, palomitas o surtido de botana, es lo que ofrecen. La cerveza, en variadas presentaciones: paseadas, servidas en vaso de plástico jumbo; micheladas, escarchadas de miguelito y latas que vierten en vaso de plástico. Él ambiente junto con la cerveza empiezan a invadir mi cuerpo, lamento no portar alguna de las playeras que mi padre guardó celosamente en vida y yo regalé enojada después de su muerte. En las bocinas se escuchan la composición de Pepe Guízar en voz de Vicente Fernández “Guadalajara” que poco a poco es enmudecida por el canto en la tribuna:

“Te alentaré de corazón,
no me arrepiento de este amor,
de Chivas soy y soy feliz…”

Los aficionados de mi alrededor no pararon de cantar las porras, ignoraba que existieran tan variadas. En el minuto 27, el anhelado gol hace que la tribuna se levante y retumben las gargantas, todos festejamos. No siento la estructura estremecerse a mis pies a diferencia del estadio Jalisco. “Un campeonato más y el estadio se cae”, era una frase que repetía mi padre de vez en cuando, siempre creí que lo decía en sentido figurado.

Para el medio tiempo yo ya me había reconciliado con el equipo. Salimos a intercambiar opiniones, beber más cerveza, 15 minutos y regresamos a las tribunas, eufóricos a comer pizza fría y seguir apoyando al rebaño.

Jesús Corona en el minuto 87 empató el partido. Esta vez no hay penal de esperanza chiquita y el juego termina al minuto 99. Si, nuevamente empate como ese ocho de septiembre de hace 4 años. Pero hoy no las mando a la chingada, acepto la derrota y la disfruto como el resto de los aficionados. Hago las paces con el entrañable Chivas del Guadalajara de papá y vuelvo a permitirles la entrada al lado bonito de mi corazón. En el Uber, camino a casa, después del choripán, duritos, papas, botana surtida, pizza y quién sabe cuántas cervezas; reafirmo lo que con tanto amor me dijo mi padre: Salgo muy cara, para estar yendo al estadio.