I
Despertó como siempre, dando gracias a Dios por un nuevo amanecer, aunque hasta en el primer rayo de luz que reflejaron sus ojos se notaba que había algo distinto. De hecho, el breve instante que tardó su mano en apagar la alarma del celular fue suficiente para que recordara que no estaba iniciando un día común.
Se estiró aún recostado, sabiendo que eran otra habitación y otra ciudad, cuando sintió un golpe relampagueante en su pie derecho. Extrañado, se detuvo un instante para tratar de reconocer la sensación, hasta que bostezó profundamente y tuvo un buen presentimiento que se transformó en sonrisa, esa que contagiaría a todos durante el desayuno y que provenía de no sé dónde.
Sí: Toño intuía algo, o más bien, sabía algo. Acompañó su ánimo positivo con un poco de música y trató de dirigir sus pensamientos hacia otra dirección. Decidió hacer un par de llamadas, revisar sus redes sociales, contestar un mensaje pendiente en el whats app y, finalmente, levantarse.
II
Era un tanto difícil de entender. El maestro daba las últimas indicaciones, las que nunca ignoraba, y las miradas de sus compañeros estaban fijas, unas con otras, sosteniéndose, generando una red invisible que le daba fuerza al abrazo colectivo y que mantenían la perfección de ese círculo en el vestidor.
Toño disfrutaba habitualmente ese momento que renovaba el pacto colectivo del Rebaño Sagrado, pero algo distraía su atención. No era la inminencia del encuentro: era su pie, nuevamente su pie derecho. Así, contrariamente a su costumbre, bajó la mirada y la dirigió hacia su pierna diestra. Más aún, al romperse el circulo se retiró los guantes, se arrodilló y revisó el nudo de su zapato. Sólo así pudo calmar momentáneamente su ansiedad.
Un poco apenado, pidió ayuda para colocarse de nuevo los guantes, a sabiendas de que era él quien estaba retrasando la salida del equipo. Sin embargo, también se sintió cobijado, porque todos lo esperaban con buen ánimo y sin reproches. Vio la sonrisa de Matías, de Javier, de Carlos, de Jair, y supo que quienes caminaban por el túnel con destino al rectángulo verde (el de las proezas y las mil faenas) eran en realidad uno solo.
III
Durante todo el partido vigiló su ubicación en el área y dirigió su mirada al césped, e invariablemente su pie derecho llamaba su atención. Revisaba su zapato dando golpecitos con la punta sobre el suelo; sentía con especial atención la manera en que el calzado se ajustaba a su pie, y se cercioraba de que las agujetas no se aflojaran. En cada despeje hacía una nueva evaluación, e incluso después del desafortunado gol que recibió en contra o de festejar el tanto del empate, llevó la mano hacia su extremidad.
Luego de los noventa minutos reglamentarios, el encuentro tuvo que resolverse en penales. Como al inicio del partido, se quitó los guantes para asegurarse los tachones, sobre todo el derecho. Mientras escuchaba las indicaciones, ofrendó su esfuerzo a Dios y sintió el poder de su fe. Cuando verificó que su indumentaria estaba a punto, escuchó que alguien le dijo: “que estos guantes sean los de la fortuna”. Sonrió en señal de aprobación, pero también sintió en el fondo, con cierta rareza y sin perder la confianza, que las cosas no serían así.
Vinieron ráfagas de emociones encontradas: la felicidad de ver pasar el esférico por arriba del marco en el primer cobro, la sensación de estar cerca de atajar un par de tiros, pero también, otra vez, la insistente fijación hacia esa anormal sensación en su pie derecho.
A la distancia, y luego de enorgullecerse por la efectividad de sus compañeros en los cobros, le pareció que el mundo corrió en cámara lenta cuando Alan erró el último tiro de la tanda de cinco. No escuchó las maldiciones ni los festejos en las gradas y su mirada sólo distinguía la forma de la portería.
Supo que era su momento. Caminó hasta el arco y antes de pararse en la línea de meta se resguardó en la red; de cuclillas, pensó en cuál sería la dirección del balón. Miró al tirador contrario y concluyó: “hacia la izquierda”. Se levantó, se dirigió a su posición, y extendió sus brazos relajadamente hasta que su obsesión volvió.
Sintió el extraño hormigueo en el pie derecho y se ajustó la media para tratar de calmarlo y de conservar la concentración. Llegaron el silbatazo del árbitro y el cobro del rival, y en una fracción de segundo se percató: su predicción había sido errónea y, más aún, ya era imposible cambiar la dirección de su cuerpo.
Y fue entonces que, como un bálsamo, llegó la misma sensación electrizante con que despertó, la que le persiguió todo el día y que ahora le daba la seguridad de que hacía lo correcto y que tenía que dejarse caer: vio al balón desplazándose hacia su pie derecho, y preparó a su extremidad para repeler el disparo. El impacto con la de gajos fue franco, y le produjo una sensación idéntica a lo que tuvo todo el día. La red no se sacudió.
En un abrir y cerrar de ojos el mundo adquirió sentido, y Toño comenzó a festejar con sus compañeros y con la gente de la tribuna. “Sí, así son los planes de Dios”, pensó mientras las banderas rojiblancas cubrían al estadio y al corazón de todo México.